Sostuvo el pájaro que aprendió a volar y abandonó el nido,
mientras acariciaba el paisaje inmóvil que nunca repitió.
Testigo de guerras y amores bajo su sombra.
Se dejó abrazar por el niño y abonar por el cachorro,
mientras observaba arar y sembrar,
tumbar y pavimentar.
Sobrevivió a la violenta tormenta y al incandescente sol,
intentando gritarnos desde sus profundas raíces,
que nos detuviéramos.
Pero los buenos recuerdos que persistían en su crujiente madera,
no lograron animar su adolorida alma,
ni sus largas ramas, ni sus flores,
tampoco sus frutos, cada vez más amargos.
Esa noche, agotado, tras décadas de trabajo silencioso e ingrato,
El ácido viento cruzó su corteza y el majestuoso árbol en una estruendosa caída despertó a todo el pueblo con la infinita tristeza de que nadie escuchó su desesperado grito.