¿Cuándo nos volvimos desechables?

Esa tarde vi a ese hombre grande, fuerte, trabajador inagotable y el mejor cuentero que haya existido, sentado en un andén llorando como un niño chiquito.

 

  • ¿Llorar así por unos pedazos de latas viejas? Se preguntarían algunos.

 

  • ¡Baaaa la gente se pega de cosas! Dirían otros.

 

  • ¡Es que ya está viejo y los viejos son así, se llenan de cachivaches!

 

  • ¡Pues se compra otra nueva y mejor, ahora le dan a uno un carro último modelo con la cédula, en cuotas a cinco años o más!

 

Para él abuelo la camioneta era su vida, no solo la herramienta de trabajo que le ayudó por décadas a llevar el sustento a casa, sino la testiga única de aventuras y secretos que solo a él le incumben.

Mi tía Rosa, era el arte caminando, no conozco a nadie con tantas habilidades juntas, pintaba hermoso, bordaba igual y ni hablemos del sazón, recuerdo que en su casa había una nevera antigua preciosa, ya no funcionaba, pero la usaba para guardar telas. Un día vi en una subasta en París una muy parecida, cuando pregunté el precio, casi me desmayo, suspiré y me acordé de mi amorosa tía, en esos tiempos en los que las cosas se cuidaban, se reparaban o simplemente se les daba otro uso.

¡He ahí el gran dilema al que nos enfrentamos en nuestros días!

En este imparable e hiperconsumista mundo que nos exige de un lado volvernos austeros, vintage y recicladores de tiempo completo, pues indiscutiblemente se nos derrite el planeta encima, y mucho más rápido de lo que pensábamos; pero de otro lado se nos presiona para tener el último teléfono, el automóvil más costoso y la ropa de temporada.

Creo que definitivamente la causa de habernos vuelto desechables, es que se nos ha muerto el amor, no solo por la naturaleza, esa es la fatídica consecuencia. Se nos acabó el amor hacia las cosas, a nuestro trabajo por conseguirlas y al de todas las personas alrededor de lo que consumimos, al campesino, al obrero.

Se nos murió el amor y tenemos el cinismo de burlarnos, mientras firmamos nuestra sentencia de muerte nos inundamos por la obsesión de cambiar, de estrenar, de volvernos y de volverlo todo desechable; lo material, lo personal, los amigos, la familia; nada importa, mientras el armario este lleno de zapatos, bolsos, camisas y demás que hace rato no nos ponemos y que seguramente no lo haremos nunca más.

Nos manipularon, y lo permitimos, olvidándonos de esa época en la que  las cosas requerían esfuerzo y ahorrábamos para comprarlas, cuando no nos permitíamos nada a crédito, cuando los bancos no nos asediaban para esclavizarnos con sus famosas ¡Cómodas cuotas!  Al tiempo que nos llenan la billetera de tarjetas de crédito y la cabeza de preocupaciones.

Así llegamos al trajinado Black Friday o viernes negro, de saldos y rebajas, que no tiene nada que ver con la esclavitud sino con anécdotas económicas de finales del siglo XIX, pero que paradójicamente hoy si nos ha convertido en verdaderos esclavos. Evidentemente no podemos dejar de consumir, menos en tiempos de reactivación económica, pero que bueno sería que cambiáramos el Black Friday por el Green Friday o viernes verde, por consumir local, de segunda mano, por ir a la plaza de mercado, por comprarle al vecino que tiene ese pequeño negocio o a empresas que respetan la naturaleza.

Como quisiera devolver el tiempo, darme un paseo en la vieja camioneta de mi abuelo y hacer sonar su icónica bocina de vaca que a todo el pueblo encantaba. Que delicia comerme un plato hecho por mi tía Rosa y escucharla contarme sobre los veinte mil cursos que estaba haciendo; cerámica, natación, pintura, danza; siempre llenándose de vida hasta el último suspiro, que rico volver a ser como los abuelos, enamorados de las pequeñas cosas, del librito, del juguete, de la cajita de las cartas, la medallita, del escudo, del suéter lanudo y motoso que calentaba como ningún otro, de todo lo que no valía nada en la cartera, pero todo en el corazón.

 

 

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